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CAPÍTULO PRIMERO: MORDISCO Y LUNA

- Cómo sigas a ese ritmo vamos a llegar los últimos – le reprochó Joaquín con el

ceño fruncido, a unos siete metros por delante suya.

- ¿¡A mí qué me cuentas!? – se defendió Luna. – Fui yo la que dijo que atajando

al oeste por el bosque llegaríamos antes.

- ¿¡Y salirnos de la ruta establecida!? – saltó él – El mapa dice bien claro que…

- “¡El mapa dice, el mapa dice!” – se quejó ella, y se paró en el sitio. - ¡Por culpa

tuya y de tu mapa estamos donde estamos!

- ¿¡Y dónde estamos!? – increpó él, que también se detuvo.

- ¡Aquí! – gesticuló de manera un tanto cómica para señalar los alrededores -

¡Perdidos!

Joaquín la miró durante un largo rato con una mueca de extrañez en el rostro,

mientras que ella lo miraba con total seriedad. Al cabo de unos segundos, se echó a

reír, mientras Luna lo seguía mirando fijamente, aunque menos crispada:

- Anda que… - dijo él – Verte dirigir el tráfico tiene que ser todo un show – ella

se sonrojó.

- ¡Cómo quieras! – le increpó, mitad furiosa mitad avergonzada – Sigamos las

direcciones del señorito. ¡A ver a dónde nos llevan esta vez! – Joaquín la miró

durante unos segundos, con ojos divertidos. Después sonrió y reemprendió el

camino. Luna lo siguió de mala gana.


En pleno segundo trimestre, al profesor de Educación Física, Rodrigo Balboa, se le

había ocurrido la genial idea de llevarse a todos “los segundos” de excursión a la

sierra durante cinco días. “A ver campo y llenar los pulmones de aire puro”, había

dicho el muy hijo puta. La peor parte de la broma fue al llegar, hacía ya de aquello

cinco horas. Tras andar un buen trecho desde la parada del autocar y llegar a un

descampado, el tutor de los del grupo B les dividió por parejas y les entregó un

mapa y una brújula a cada una de ellas. “Hoy haremos Orientación”, había dicho.

“Con la ayuda de esos objetos y vuestro ingenio, perspicacia y espíritu aventurero,

tendréis que explorar la zona por vuestra cuenta y llegar al punto de encuentro, a

unos once kilómetros de aquí. Allí os espera una confortable cama y comida

caliente”, les dijo entre sonrisas.

La idea entusiasmó a algunos, a Joaquín, su compañero, entre los que más. ¡Qué

coño! Hasta a ella le parecía una experiencia gratificante. Con lo que no contaba era

con que aquel día, pese a estar a finales del mes de febrero, hacía un calor de tres

pares de cojones. Y con que su compañero, “el intrépido aventurero”, cómo había

empezado a llamarle a modo de burla, tenía el sentido de la orientación en el culo.

Luna le conocía desde que iban juntos al colegio, y le había cogido un cierto cariño

en esos años, pero eso no quitaba que Joaquín fuera duro de mollera y corto de

entendederas. Un recorrido que a ella le habría tomado a lo sumo dos horas, les

había llevado cuatro, desde que los tutores les abandonaran, a eso de las cinco de la

tarde. Ahora su reloj digital marcaba las nueve menos cuarto, y aún les quedaba un

tercio del camino por recorrer.

Por si fuera poco, su compañero había sido poseído por una especie de “espíritu

varonil”, que le hacía desoír sus consejos y tomar las decisiones por los dos. Luna

intentó hacerle entrar en razón al principio, pero al tercer intento se dio cuenta de
que la misma utilidad tendría hablar con las paredes, así que se resignó a seguir a

Joaquín, que tras veinte o treinta minutos de escoger rutas inviables, acababa por dar

con la correcta, que resultaba ser la misma que Luna le hubiera recomendado antes

de que pasaran esos veinte o treinta minutos. Lo peor no era eso. Lo peor era que el

chico siempre se olvidaba de la sugerencia pasada y cada vez que daba con el

camino le soltaba un “¿Ves como yo tenía razón?”.

Luna soltó un resoplido, todo lo fuerte que pudo para que su compañero lo oyera,

aunque este seguía a su aire. “Ya queda poco”, se dijo, y apretó el paso. Al menos

que no le volviera a recriminar su “lentitud”.

Pasados quince minutos, levantó la vista al cielo. La oscuridad de la noche se cernía

sobre ellos y la luna no parecía asomarse. A penas si había alguna estrella. Se

detuvo en seco:

- Ey, “Intrépido Aventurero” – se dirigió a su compañero. Este pareció no oírla. -

¡Ey! – gritó.

- ¡Ya te oí la primera vez! – dijo Joaquín - ¿Qué quieres?

- Mira al cielo – dijo, señalando con la cabeza.

- ¿Qué le pasa?

- ¡Qué es de noche!

- ¿Y? – ya no es que fuera cabezota. Es que era idiota.

- ¿¡Y!? – le imitó ella, burlona - ¿¡Pues que cómo piensas encontrar el camino de

noche si no lo haces a plena luz del día!? – él no dijo nada – Lo mejor será que

busquemos un sitio para pasar la noche. Al menos hemos traído comida…

- ¿¡Pasar la noche!? – saltó él - ¿¡Aquí!? ¡Los demás están…!


- ¿¡…esperándonos!? – terminó ella por él – Sí, claro. Con la barriga llena y los

pies descansados. Tío, acéptalo. Somos los últimos.

- ¿¡Los últimos!? – aquello parecía horrorizarle – Pero el profe dijo que el acabar

bien esta prueba se vería recompensado en la nota fi… - el chico se paró al ver

que Luna imitaba el movimiento de su boca con la mano - ¿¡Te parece

divertido!? – su burla parecía haberle cabreado bastante.

- Oh, sí. Perdidos en la sierra en mitad de la noche – respondió - ¡Qué “diver”! –

dijo con un gritito infantil. – Anda, ve sacando tu saco de dormir. He visto una

buena zona para…

- Haz lo que te dé la gana – le cortó él.

- ¿Perdona?

- ¡Qué hagas lo que te dé la gana! – reiteró – Yo no pararé hasta terminar. ¡Si tú

quieres rendirte, allá tú! – le soltó.

- ¿Rendirme? – “¿qué clase de película se ha montado este chico?”, se preguntó

ella.

- Sí, rendirte – siguió él. – Yo seguiré por mi cuenta. Sígueme o quédate aquí – y

dicho esto se dio la vuelta para seguir su recorrido.

AUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUU

Luna dio un respingo. El aullido la recorrió como un calambrazo. Primero un ligero

murmullo. Después un melodioso tronar. Se dirigió a Joaquín:

- ¿Has oído eso? – el muchacho no se detuvo.

- ¿El qué? – Joaquín se volvió, con el entrecejo fruncido.

- ¡Lo de antes! – señaló ella - ¡El aullido! Ha sonado como un… ¿lobo? – lo dijo

como esperando la confirmación de su compañero.


- ¿Un qué? – dijo él.

- ¡Un lobo! – aclaró, más segura - ¡Un lobo! ¡Hay lobos en el bosque!

- ¿Lobos? – se sorprendió su amigo - ¿¡Aquí, en Somosierra!? – la miraba como si

se hubiera vuelto loca – Habrá sido un zorro o algún perro que se ha escapado.

Además, yo no he oído nada.

AUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUU

El aullido regresó. Más fuerte. Más prolongado. No había lugar a dudas. Era el

aullido de un lobo. Luna miró a su compañero:

- ¿Lo has oído ahora? – preguntó, esperanzada.

- En serio, ¿es esta una excusa para que me quede contigo? – preguntó extrañado -

¿¡O intentas meterme miedo!? – frunció el ceño – En serio, Luna, no tiene

gracia.

- ¡No me lo estoy inventando! – se quejó ella – Lo he oído. Es un…

- …lobo, sí, ya me ha quedado claro – la cortó – Venga, vámonos antes de que

nos encuentre y nos devore – señaló burlón. La agarró del brazo, pero ella se

soltó.

- Voy a echar un vistazo – dijo.

- ¿¡¡QUÉÉÉÉÉ!!? – soltó él. Casi pareció un tercer aullido.

- No grites tanto – le reprochó ella – Voy al bosque, a echar un vistazo.

Adelántate tú si quieres.

- Pero, ¿¡por qué!? – preguntó. La verdad es que era una pregunta con

fundamento. ¿¡Por qué coño querría ella ir en mitad de la noche a aquel bosque,

a buscar a un lobo sola, sin compañía de nadie!?


- No lo sé – se limitó a contestar – Siento la necesidad de ir – y era verdad.

“Algo”, no sabía el qué, la empujaba a volver sobre sus pasos e ir hacía allí –

Bueno, me voy – se despidió, y empezó a desandar el camino, en dirección al

bosque.

- ¡E-Espera! – oyó la voz de Joaquín a sus espaldas – Lle… ¡llévate al menos la

brújula!

- No necesito esa mierda para orientarme – y apartó la idea con un gesto de la

mano – Me conozco esto bastante bien. Ya he venido aquí otras veces, cuando

era pequeña, con mis padres.

- ¿¡Q-Qué ya lo conocías!? – pese a que el muchacho estaba ya bastante lejos oyó

el grito con claridad a su espalda - ¿¡Y por qué no has dicho nada!? – “Lo mato”,

se dijo Luna, indignada. Se volvió hacia él para despedirse, por segunda vez.

- ¡Estaré bien! – le gritó - ¡Volveré por la mañana! ¡¡Guárdame algún croissant

para el desayuno!! – y dicho esto aligeró el paso y volvió a avanzar, intentando

hacer oídos sordos a cualquier nueva réplica de Joaquín.

***

Cuando Luna detuvo sus pasos frente al lindero del bosque y miró su reloj digital,

este marcaba las nueve y media de la noche. La entrada estaba a oscuras, como la

boca de un lobo. Luna sonrío. Era algo muy apropiado, ya que precisamente era eso

lo que andaba buscando. Sin más miramientos, dio un paso, y luego otro, y se

adentro en aquella oscuridad que parecía querer engullirla.

Desde que había dejado a Joaquín atrás, no había vuelto a oír ningún aullido. Lo

cual la hacía creer en dos posibilidades. La primera, que probablemente estuviera

loca y que el idiota de su compañero tuviera razón y no hubiera ningún lobo por los
alrededores. La segunda era bastante más rara, pero por alguna razón, se decantaba

más por ella. ¿Y si aquel lobo la estaba llamando? ¿Y si quería que ella, y sólo ella,

acudiera a su llamada? Por raro que sonase, cuanto más pensaba en ello, menos

absurdo le parecía. Explicaría un par de cosas: el porqué Joaquín no fue capaz de oír

el aullido, y el porqué Luna no lo había vuelto a oír desde que decidió responder a la

llamada. Le recorrió un escalofrío. ¿Se había convertido en una especie de elegida?

¿Era esa la razón por la que avanzaba a solas por el bosque, en mitad de la noche,

con la esperanza quizás de obtener algo a cambio? Y si había sido elegida, ¿por qué

la necesitaba? ¿Habría algo de místico en todo aquello, o simplemente el lobo había

escogido cenar una hembra adolescente aquella noche? Las preguntas seguían

viniéndole a la cabeza mientras avanzaba, algunas razonables, otras realmente

estúpidas, y no tardó en empezar a arrepentirse de haber seguido aquella especie de

corazonada.

Cuando su reloj marcó las diez en punto, Luna decidió que ya había hecho el

gilipollas lo suficiente, y se planteó el regresar sobre sus pasos. Se dio la vuelta y

comenzó a desandar lo andado, con la esperanza de dar con Joaquín antes de que

llegara al refugio, donde la esperaban el resto de sus compañeros de clase.

AUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUU

Cómo una burla del destino, el aullido regresó, por tercera vez. Esta vez Luna no

sólo fue capaz de oírlo, sino también de ubicarlo. Había sonado muy cerca de su

posición. Su desgana y su malestar fueron rápidamente sustituidos por una repentina

y desmedida curiosidad, por lo que decidió buscar la fuente del sonido, dado que ya

había tomado la decisión de perder la noche en gilipolleces. Torció a su derecha, de

donde le había venido el sonido, y avanzó, primero despacio, y luego con rapidez,
hasta que la maleza del lugar comenzó a susurrar con energía al roce de su cuerpo.

No tardó en dar con un claro, que pese a estar bajo el cobijo de los árboles, estaba

bien iluminado. Y fue allí donde lo vio.

En mitad de aquel pequeño rincón de luz, rodeado por la frondosa oscuridad del

resto del bosque, el lobo la observaba. Era un ejemplar único. Un magnífico lobo de

pelaje casi albino, con hebras grises que emitían un brillo propio. El viento movía el

vello del animal, y las ondulaciones de este le conferían aquel fantasmagórico

resplandor plateado. Era como si la misma luna se hubiera manifestado en forma de

animal. El lobo la miró con unos ojos de color azul plateado, que brillaban aún más

si cabe que su propio pelaje. Luna se había estado preguntando porque una zona

cubierta podría tener tanta iluminación, y aquella era la respuesta. El resplandor

emitido por el animal alumbraba la oscuridad de su alrededor, y apartaba las

sombras emulando a la luz de la luna. Sin lugar a dudas, aquel era el espectáculo

más bello que había visto jamás.

El animal la miró directamente a los ojos, y Luna se sobresaltó ligeramente.

Aquellos ojos, con un brillo propio, la sondeaban de tal manera que parecían ver a

través de ella. Eran unos ojos increíblemente profundos, y parecían estar imbuidos

de un gran poder, así como de una gran sabiduría. Aquellos ojos revelaban la

verdad, y destapaban el engaño. Luna era incapaz de parpadear. Incapaz de apartar

la mirada, ante el escrutinio de aquellos ojos plateados. Su corazón comenzó a latir

con fuerza y rapidez, y un sudor frío empezó a recorrerle todo el cuerpo. Aquel

animal la había puesto a su merced. El cuerpo le flojeaba. Lo sentía como una

marioneta pendida de hilos, cuyo son era marcado por aquel titiritero peludo.

Cuando el mantener la mirada se volvió algo insoportable, el lobo apartó la vista de


ella, y Luna cayó de rodillas, al desvanecerse la tensión que la había mantenido de

pie.

Estaba helada, el sudor le había enfriado el cuerpo y el miedo se había apoderado de

su corazón, desbocado. Intento recobrar el aliento, que parecía faltarle, entre jadeos

de agotamiento. Cuando logró recuperarse un poco, levantó la vista del suelo. No se

atrevió a volver a mirar al lobo a la cara, así que posó sus ojos en las patas de este.

Para su sorpresa y horror, descubrió que el pobre animal estaba herido. El lobo tenía

una de sus patas ensangrentada, atrapada en un cepo de caza. Luna levantó la vista y

sin quererlo la volvió a posar en la mirada del animal. Esta vez, fue capaz de

soportarla, el brillo de sus ojos perduraba, pero su sondeo no era tan intenso como

antes. El lobo bajo la cabeza hacia su pata herida, y Luna, como hipnotizada, siguió

el movimiento de su cabeza, para volver a verla. Luego, el animal volvió a levantar

la vista, y ella hizo lo propio, imitándole. Sus miradas se encontraron de nuevo.

Entonces lo comprendió.

- ¿Q-Quieres que te quite el cepo? – preguntó. Si la situación hubiera sido otra, se

habría sentido como una estúpida por estar dirigiéndole la palabra a aquel

animal. Pero ahora lo sentía como alguien cercano a ella.

El lobo no dijo nada, como era de esperar. Simplemente la siguió escrutando con la

mirada, y sus ojos destellaron, a modo de respuesta. “¿Será eso un sí?”, se dijo

Luna.

Sin más miramientos, decidió hacer caso a su intuición, y movida por su compasión

hacia el pobre animal, se acercó a él, a paso lento. A la mitad del recorrido, el lobo

se incorporó y la miró, y ella dio un ligero respingo, pensando que el animal se

había dispuesto a atacarla. Tras un momento de tensión, en el que se mantuvo


completamente quieta, temerosa de incordiar al cánido, el lobo volvió a relajar las

patas, y se recostó en el suelo. Luna se concedió un suspiro de alivio, y caminó lo

que le quedaba de recorrido hasta llegar al animal. Con sumo cuidado, se recostó

junto a él, y le levantó con lentitud la pata herida. El lobo soltó un ligero gruñido,

pero no dio señales de querer atacarla.

Luna examinó el cepo. El acero dentado se clavaba profundamente en la carne. Hizo

una mueca de dolor, como si la herida fuera suya. La sangre de la herida se había

secado y ennegrecía el blanco pelaje del animal, volviéndolo de un triste color

grisáceo. Luna intentó abrirlo con la fuerza de las manos, pero resultó inútil, y los

gruñidos doloridos del lobo la hicieron desistir de su intento. Entonces, decidió

buscar algún palo grueso para presionar con él el pulsador que activaba el

mecanismo de la trampa y aflojar así el cepo para poder removerlo. Dio con uno

acorde a lo que buscaba y tras un forcejeo que le llevó unos minutos, consiguió

liberar la pata del animal. La sangre brotó de la herida al liberar el cepo y el lobo

profirió un gruñido sordo. Las manos de Luna se tiñeron de su sangre, y el pelaje del

animal renovó el color, ennegreciéndose aún más. Temerosa de que el cánido

pudiera desangrarse, decidió buscar algo en su mochila con lo que taponar la herida,

pero antes de que tuviera tiempo de reaccionar, el lobo se abalanzó sobre ella por

sorpresa, haciéndola caer de espaldas, y cortándole las respiración con el golpe.

Luna intentó reincorporarse, pero el lobo la mantenía con fuerza pegada contra el

suelo, apoyado sobre su pecho. Cerró los ojos, temerosa. “¡Maldito desagradecido!”,

pensó. “¿¡Te salvo y así es como me lo pagas!?”. Luna notó un ligero aumento de la

presión, y sintió en el rostro la respiración entrecortada del animal, húmeda y cálida.

Cuando ya se disponía para lo peor, notó como su mejilla se humedecía de manera

pringosa. Luna abrió los ojos, y estos se le humedecieron también, de forma


violenta. No tardó en percatarse de que el lobo la estaba poniendo perdida a

lametazos. “¿Su forma de darme las gracias?”, se preguntó.

- E-Ey, para… – le dijo, mientras el cánido no paraba de cubrirla de babas - ¡Para

he dicho! – pero el lobo siguió sin hacerla caso, aunque aflojó la presión sobre

su pecho y Luna consiguió zafarse y reincorporarse.

El lobo se apartó para dejarla respirar. Tras recobrar el aliento y limpiarse un poco

las babas, Luna lo miró un tanto enojada:

- ¿¡Te parece bonito!? – le recriminó al animal.

El mamífero soltó un gruñido lastimero, como de pena, y agachó la cabeza de

manera tristona. Era una monada. ¿Cómo podía enfadarse con semejante criatura?

- Anda, ven aquí, cabezón – le dijo al lobo, en tono maternal. El animal alzó la

cabeza de inmediato, contento, y se puso a dos patas apoyándose en sus

hombros.

De alguna manera, sentía un gran cariño por ese animal, y llevada por un impulso

que no sabía explicar, Luna lo abrazó, hundiendo la cabeza en su pelaje, he

impregnando su nariz de la salvaje fragancia del cánido. El lobo empezó a lamerle la

oreja, cariñoso, haciéndola cosquillas con la lengua, y Luna rió como una colegiala.

Tras pasarse un par de minutos así, soltó al animal, y se puso a acariciarle el hocico.

Dio un ligero respingo al ver que le estaba acariciando con la mano manchada de

sangre, y que estaba ensuciando el pelaje del lobo. Este en lugar de molestarse,

empezó a lamerle y limpiarla la mano, juguetón. Luna sonrío con todo el rostro,

disfrutando de las caricias del animal. Entonces, sintió una fuerte punzada de dolor

en el brazo, y abrió los ojos.


El lobo había dejado de jugar, de una forma bastante brusca, y le acababa de morder

el antebrazo. La sangre comenzó a manar bajo sus fauces, y el miedo volvió a

apoderarse de Luna. Miró al animal fijamente, y este le devolvió la mirada, con los

dientes aún clavados en la extremidad. Luna intentó quitárselo de encima, pero en

cuanto empezó a forcejear y vio los brillantes ojos del cánido, tuvo miedo de que

este se rebotara, y empezara a tirar del antebrazo de un lado a otro, con la intención

de arrancárselo. Así que desistió, y para su sorpresa, el lobo se percató de su

molestia y soltó el brazo. La sangre de Luna corría en hilos hacia abajo. La marca de

la hilera de colmillos del lobo la rodeaba el antebrazo, a modo de sangrienta pulsera.

La herida no era muy profunda, pero el dolor era tal que aquello daba igual.

El lobo se alejó caminando de espaldas, sin apartar la vista de ella. Luna le dirigió la

mirada, con los ojos llorosos a causa del dolor.

- ¿¡Por qué lo has hecho!? – le recriminó aún llorosa. Era algo que en verdad no

llegaba a comprender. “De la risa al llanto”, como se suele decir.

El lobo no dio señales de responderla. Se giró dándola la espalda y la miró fijamente

durante un largo rato. Después alzó la vista al frente, y se internó en el bosque a la

carrera, llevándose consigo el resplandor que iluminaba el claro. Luna se sorprendió

al ver que en ningún momento cojeaba, pese a que la herida que había recibido era

bastante seria.

- ¡U-Un momento! – le gritó - ¡¡Vuelve aquí!! – pero ya había perdido la pista del

animal en la espesura.

Cansada de todo, Luna se puso en pie. Se asustó al ver que tenía el antebrazo

empapado de sangre. Antes de que aquello fuera a peor, decidió aplicarse un

torniquete con el paño que iba a sacar para el lobo y un bolígrafo que había llevado
al viaje para tomar notas. Cuando notó que la presión era la justa para frenar la

hemorragia de la herida, lo recogió todo y se dispuso a abandonar aquel bosque,

habiendo decidido tomar como ruta el camino escogido por el lobo. Se prometió así

misma que aquella sería la última corazonada a la que haría caso en lo que quedaba

de día, en vista a la suerte que la habían traído.

***

“¡Me cago en la firma de mi padre!”, se repitió para sí misma por enésima vez,

aunque aquello sólo había sido el motor de todo. Un profe cabrón, un compañero

idiota, y un lobo que por cómo brillaba bien podría llevar una dieta a base de

halógenos, eran los culpables de que ahora ella, a las once de la noche, se encontrará

perdida en mitad del bosque, sin saber a dónde ir. Hasta la herida del mordisco le

había dejado de sangrar ya.

“¿¡A quién quieres engañar, pedazo de imbécil!?”, se dijo con todo el asco del

mundo. “Tú decidiste ir. Tú decidiste ser guiada. Tú decidiste buscarlo”, argumentó

para sí. Balboa, Joaquín y aquel lobo no eran los culpables de su situación. Tampoco

su padre. Ella se había metido en aquel embolado, y ella tendría que salir de allí.

¿Pero cómo? Se había reído de su compañero, por querer hacer el camino de noche,

pero ella había hecho precisamente lo mismo. ¡Y sin brújula! “Esta boca mía me

pierde”, se dijo.

Cansada ya de todo y de todos, decidió buscar un lugar en el que poder cobijarse

hasta que pasara la noche, en vista a que no iba a ser capaz de salir de allí por su

propio pie en aquel momento.

Aquel día de su vida había sido escrito con una metedura de pata tras otra, por lo

que Luna no pudo hacer otra cosa más que sonreír aliviada cuando oyó el crepitar de
un fuego cercano. Una luz anaranjada resplandecía entre la negrura de los árboles,

iluminando otro claro a lo lejos. Al parecer, había más viajeros que como ella, se

habían visto obligados a esperar la llegada del alba en aquel lugar. Con un poco de

suerte, podrían ser algunos de sus compañeros. Luna se acercó con cuidado, bajo el

cobijo del negro follaje, intentando escuchar cualquier posible dato que le pudiera

decir la identidad de los desconocidos. Oyó varias voces, y ninguna le era familiar:

- ¿¡Y a dónde cojones ha ido el gilipollas de Manu ahora!? – dijo la primera voz.

Tenía un tono airado y vulgar. Luna podía hacerse una idea de cómo sería el

chico al que pertenecía.

- Dijo que iba a recoger más leña para el fuego – contestó otra voz, lenta y

bobalicona.

- C-Creo que no debería avivarlo demasiado – aportó una voz más joven. Luna

intuyó que aquel chico no podía ser mayor que ella – Podría írsele la mano con

el fuego y-y provocar un incendio.

- ¡Pues que lo provoque! – estalló crispada la primera voz - ¡Qué arda todo el puto

lugar! – Luna oyó el sonido de cristales al romperse. La voz emitió un ebrio

gruñido - ¡Ya estoy hasta los huevos de él! ¿¡A quién se le ocurre venir a beber a

un lugar tan deprimente!? – se quejó – Yo dije: “Vamos a la ciudad, allí al

menos hay ambiente”. ¡Pero noooooooo, siempre tiene que hacerse lo que diga

el granjero de los cojones!

- P-Pero, son sus abuelos los que tienen una granja… – empezó la voz más joven

– Él era vecino tuyo, ¿no? – Luna oyó unos pasos apresurados y después un

sonoro guantazo.

- ¡A ver si vuelves a tener los cojones de rebatirme, pedazo de gilipollas! – soltó

la primera voz, hecha una furia - ¡Diooooos! ¡Encima nos toca hacer de niñera!
¡Joder, no hay derecho! – quienquiera a quién perteneciera la voz soltó un

sonoro escupitajo.

- Tampoco te pases con “el Chechu” – intervino la voz bobalicona – El chaval

quiere hacerse un hombre, ¿no es así? – y soltó una estúpida y aletargada

risotada. Luna no pudo ver si el tal “Chechu” asentía o no.

- ¡Hombre, mis cojones! – volvió intervenir la primera voz - ¡Una buena hostia es

lo que le hace falta! – soltó un grito de hastío - ¡A la mierda todo! ¡Voy a

quemar este puto sitio! ¡Al menos no pasaré frío!

Luna creyó que ya había oído suficiente de aquello. Su suerte no iba a mejor. “Un

pirómano, un imbécil y una oveja descarriada”, pensó. Decidió salir de allí antes de

que el tal Manu viniera y la cosa fuera a peor. Pero nada más emprender la carrera

se dio de bruces contra un muro de carne.

Cayó de culo de forma dolorosa. Antes de abrir siquiera los ojos, algo la agarró por

el cuello del abrigo y la levantó en vilo como si de una muñeca se tratase. Levantó la

vista aturdida y se topó con un “armario” de casi dos metros de alto. El chico que la

sujetaba la llevó hasta el claro y la soltó con brusquedad, haciéndola caer

estrepitosamente.

- ¿¡Qué demonios!? – dijo la primera voz. Luna vio desde su posición que

pertenecía a un chaval posiblemente entrado en los veinte. Llevaba el pelo

teñido de rubio y una perilla de chivo, y agarraba una botella de vino barato, de

la que mamaba más que un recién nacido del pecho de una madre.

- ¡Gritando así no me extraña que se acerque algún curioso! – soltó cabreado el

chaval de los dos metros, señalando a Luna. Por su estampa aparentaría unos

veintiuno o veintidós años. Supuso que se trataba del tal Manu.


- Sí, pero, ¿¡quién coño es esta!? – volvió a saltar el de la perilla.

Luna estaba aterrada. En aquellos momentos se veía incapaz de hablar. Lo único en

lo que pensaba era en encontrar una manera de salir de allí. Y pronto.

El chaval de la perilla se acercó a ella, con un andar irregular debido a que ya iba

bastante mamado. Se agachó hacia ella, y Luna notó en plena cara la peste a alcohol

en su aliento:

- ¿Quién cojones eres, eh? – le dijo, mientras sostenía su mentón entre los dedos.

Luna arremetió un rodillazo contra él. Intentaba apuntar a sus testículos, pero el

golpe fue a parar al vientre del pirómano. El chico se apartó dolorido, llevándose

las manos al estómago. El tal Manu río.

- Ten cuidado, Tony – le advirtió aún riéndose - ¡La loba sabe defenderse! – y

volvió a estallar en carcajadas. El rubio de la perilla, el tal Tony, profirió una

maldición, y se dirigió hacia Luna hecho una furia. Ella intento retroceder, pero

el chaval la cogió por el cuello del abrigo y la cruzó la cara con un sonoro

guantazo con el revés de la mano. Luna cayó al suelo ante la fuerza del impacto.

La nariz le empezó a sangrar, y el dolor le recorrió todo el rostro.

- ¡No te burles de mí, perra! – estalló el tal Tony. Luna no pudo ponerse en pie, el

dolor era demasiado grande.

- Ey, ey, - oyó que intervenía la segunda voz bobalicona – tampoco tienes porqué

pegarla.

- ¿¡Tienes algo que objetar, gordito!? – saltó el pirómano - ¿¡Es tu novia acaso!? –

el aludido, pese a doblar en masa corporal al tal Tony, no se atrevió a volver a

reprocharle nada - ¡Ya me parecía! – dijo el de la perilla. Luna oyó un andar

rápido y sintió un doloroso puntapié en las costillas - ¡Y-cuándo-quieras-


vuelves-a-ponerme-la-mano-encima! – el pirómano marcó cada palabra con un

nuevo puntapié. Luna olvidó el dolor de la cara y comenzó a experimentar el del

costado. Aquel animal acababa de romperla una o dos costillas. El sabor de la

sangre empezó a extenderse por su boca. Las lágrimas comenzaron a brotar de

sus ojos, como consecuencia del miedo y el dolor que sentía.

- Basta ya, – Luna oyó la voz del que parecía ser el cabecilla, el tal Manu – la vas

a matar – su agresor chasqueó la lengua, contrariado, y dejó de golpearla,

alejándose de ella. Ella siguió tirada en el suelo, demasiado débil y dolorida

como para hacer nada.

- ¿Q-Qué vamos a hacer con ella? – preguntó el chaval más joven. Luna pudo

incorporarse lo suficiente para ver que no parecía tener más de quince años.

“Madre mía, si es un puto crío”, pensó.

- No lo sé – fue la simple respuesta del tal Manu – No había previsto nada como

esto.

- Yo sí sé lo que podemos hacer – intervino el tal Tony. En su posición no era

capaz de verlo, pero Luna pudo sentir como se le dibujaba una sonrisa en el

rostro – No sé a vosotros, pero esto ya me estaba pareciendo un muermo.

Además, hace tiempo que no hecho un buen polvo. No sé si me seguís…

- ¿Quieres tirártela? – intervino el tal Manu, extrañado.

- ¿Ves algún inconveniente? – preguntó él – Considerémoslo como un regalo del

cielo. Yo digo que lo recojamos y lo aprovechemos como es debido – dijo

sonriente.

- ¿Tú no eras ateo? – inquirió el otro.

- No cuando los milagros se cumplen, chaval – argumentó el pirómano. Luna oyó

como se volvía a acercar a ella. Una mano fuerte la agarró del hombro con
firmeza y empezó a darle la vuelta – Déjame verte esa cara, guapa – dijo él.

Quedó mirando cara a cara a aquel borracho, con los ojos todavía en lágrimas –

Vaaaya por Dios – se quejó el chico. La sostuvo la cara por el mentón y se la

meció a los lados con aire observador. Dio un chasquido despectivo – Mierda.

Creo que te he roto la nariz.

- Te has pasado con la muchacha – le reprochó el tal Manu.

- En fin, habrá que conformarse con lo que hay – dijo el de la perilla, resignado –

Voy a quitarte el abrigo, ¿de acuerdo encanto? – Luna lo miraba llorosa, cada

vez más horrorizada – No te preocupes. No cogerás frío. Ya me encargaré yo de

que entres en calor – acompañó las últimas palabras con una sonrisa maliciosa.

El pirómano la desabrochó el abrigo y se lo quitó. Luego hizo lo propio con la

sudadera que llevaba debajo. Después la levantó la única camisa que llevaba, hasta

el cuello, dejando al descubierto su vientre y el sostén que cubría su desnudez

superior. Luna notó el frío de la noche sobre el cuerpo semidesnudo.

- Vaya, vaya, – dijo el de la perilla, que se había recostado junto a ella, apoyando

las manos en el suelo - ¿pero qué tenemos aquí? – el chaval le manoseó un

pecho desde fuera del sujetador – Vaya tetitas más ricas que tienes, ¿eh? Te lo

tenías bien cayado, ¿no? – se río, embriagado por la lujuria. Luna apartó el

rostro, asqueada. El aire de la noche enfriaba las lágrimas en sus mejillas – No,

no, guapa, – el pirómano la hizo volver el rostro hacia él con la mano que tenía

libre – mírame cuando te follo – dijo. Después, empleó ambas manos para

desabrocharla el pantalón.

Jamás en su vida había sentido tanto pánico, tanto miedo. Las lágrimas se agolpaban

en su rostro, que estaba helado en aquel momento. Se sentía sumamente dolorida,


ante la paliza que la habían propinado. Se sentía humillada, ante lo que estaba

sufriendo en aquel momento. Y se sentía impotente, incapaz de poder hacer nada

por evitar lo que quiera que le fuera a suceder más adelante. Pero lo que más sentía,

era rabia. Rabia por no poder actuar, porque el miedo, el dolor y la humillación la

hacían sentirse impotente, y porque le faltaban las fuerzas para hacer frente a

aquellos cuatro hombres. Los odiaba. Los había odiado al verlos en la lejanía, pero

los odiaba ahora aún más. Lo peor para ella no iba a ser el hecho de ser violada o

asesinada por aquellos malnacidos. Lo peor iba a ser el no haber tenido el poder

suficiente para impedirlo.

Luna notó como los pantalones se le deslizaban hacia abajo. Miró al violador entre

lágrimas. El rostro de aquel ser despreciable estaba desfigurado en una mueca de

lujuria animal. No. Llamarlo animal sería un insulto para el resto de animales. Aquel

ser era mucho peor. Era como un demonio, dispuesto a devorarla hasta no dejar

nada. Cuando la ropa interior fue lo único que cubría su desnudez, el pirómano soltó

una sonora carcajada burlona:

- ¡Vaya, vaya! – río con ganas - ¿Qué os parece? – dijo – ¡La muy zorra está

mojada! – soltó entre risas. Era verdad. Pero no era por lo que él creía. El miedo

de Luna había decidido manifestarse en su forma líquida.

El chaval se apartó de ella y se puso en pie para desabrocharse los pantalones. Ella

apartó, la mirada, entre llantos. Ya sabía lo que aquel hombre tenía entre las piernas,

y dónde lo iba a meter. La rabia y el terror parecieron sobreponerse a su impotencia,

y pese a que las fuerzas le faltaban para ponerse en pie, intentó huir arrastrándose

por el suelo. Gateó como un corcel desbocado unos cuantos metros y oyó el grito

crispado del tal Tony a su espalda. Cuando Luna comenzaba a tener alguna
esperanza de salir de allí, una figura se interpuso en su huida. El tal Manu la agarró

con fuerza de los brazos y la apoyó contra su pecho, que parecía piedra maciza.

- ¿Acaso pensabas que se iba a quedar quieta a esperar a que se la metieras? – le

reprochó al joven de la perilla. El tal Tony chasqueó la lengua.

- En fin. Al menos sujétamela como es debido – dijo. No llevaba nada que le

cubriera de cintura para abajo. – Bien, - se agachó junto a ella y sacó una navaja

– vamos a ver que tienes ahí abajo – dijo entre risas.

Luna sintió el frío beso de los laterales del acero mientras este se deslizaba por su

entrepierna, y cortaba con el filo la ropa interior. Sus genitales quedaron al

descubierto y el chaval de la perilla soltó un silbido de aprobación:

- Me acabas de alegrar el día – soltó el muy cabrón. Ella apartó la mirada a un

lado, avergonzada – Bueno, vamos al lío – dijo.

- Espera. - le interrumpió el tal Manu - ¿No vas a dejar que “el Chechu” se

estrene? – inquirió.

- ¿¡Y comer del plato de otro hombre!? – soltó el otro, indignado - ¡Que se joda y

espere su turno! ¡Yo voy primero! – dijo sonriente, y agarró a Luna por las

piernas, dispuesto a… Bueno, ella ya sabía lo que vendría a continuación.

Hecha un mar de lágrimas, dolorida y humillada, llena de terror y rabia, Luna

levantó la vista y miró al cielo nocturno. Por primera vez en toda la noche, fue capaz

de contemplar las estrellas, y a la auténtica luna. El brillo de su semejante en el cielo

le recordó la mirada de aquel precioso lobo plateado. Sus padres la habían puesto su

nombre en honor a aquel astro. Según le contaban de niña, la noche en la que ella

nació, la luna, en la plenitud de su circunferencia, se alzó más grande y brillante que

nunca. Al menos respecto a las noches que ellos recordaban. Luna pensó que el cielo
nocturno, tal y como lo contemplaba ahora, debía de tener un aspecto muy similar al

de la noche de su nacimiento. Pese a que se había mostrado al principio en una

absoluta oscuridad, ahora estaba poblado de estrellas. Y la luna se alzaba. Inmensa.

Blanca. Y llena…

“Nacida en Luna Llena”. Novela online. Andrés Jesús Jiménez Atahonero. Todos los derechos reservados.

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